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En algún momento tenía que decírtelo

La terquedad

La terquedad

Elmo y Ari están haciendo los deberes en la mesa del comedor. Fuera, llueve. Ari se queda distraído, mordiendo el extremo del lápiz y mirando hacia la nevera.

Sobre ella, reposa un candelabro cuyas velas, con los calores del verano pasado, se fueron venciendo hasta apuntar hacia abajo, y que he conservado como una bella y siniestra metáfora de la situación mundial.

(Por no ponerme fálica).

Ari está harto de verlo allí plantado, pero hoy vuelve la vista hacia mí y, muy seriamente, me dice:
—Mamá, esas velas están tristes.

*******

Estoy sola en casa. Suena el telefonillo. Los niños están con su padre, pero vienen para coger el patinete y el skate. Entran como una exhalación por la puerta, me dan un abrazo, inspeccionan la casa entera para ver si todo sigue en orden en sus aposentos, cogen sus vehículos, me dan otro abrazo y se apresuran a desaparecer de mi vida de nuevo. Sin embargo, Ari frena en seco en el umbral de la puerta y me dice:
—Mamá, te he dicho mil veces que cambies esas velas de sitio. Que ahí se sienten muy tristes.

Cuando se han ido, me quedo pensando que puede que sea tan fácil como ceder a cambiarnos de sitio, a variar nuestra perspectiva de las cosas, para enderezar el mundo.

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Después de tres semanas, el candelabro sigue allí, sobre la nevera.

Somos así de tercos.

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