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En algún momento tenía que decírtelo

'Nueve cuentos', de J. D. Salinger: nueve aspectos de la perfección (III)

'Nueve cuentos', de J. D. Salinger: nueve aspectos de la perfección (III)

[Análisis literario: «Nueve cuentos, de J. D. Salinger: nueve aspectos de la perfección», parte II]

2. LA NATURALIDAD EN ‘EL TÍO WIGGILY EN CONNECTICUT’

Este relato rezuma naturalidad, en mi opinión. Todo lo que ocurre y cómo está expresado resulta tan natural como la salida del sol, tener sueño por la noche o beberse un vaso de agua. Por tanto, resulta dificilísimo de analizar. Es como tratar de explicar a alguien lo que significa el cielo despejado o la sensación de calor sobre la piel o un intenso dolor en el abdomen. Y por lo mismo, resulta inimitable. Cualquier escritor que tratase de copiar el efecto que produce el fluir de las frases en este texto, fracasaría sin remisión: resultaría por necesidad banal o forzado.

Veamos el principio:

Eran casi las tres cuando Mary Jane encontró por fin la casa de Eloise. Le contó a Eloise, quien había salido a recibirla, que todo había resultado perfecto, que se había acordado exactamente del camino hasta que dejó la autopista de Merrick. Eoise dijo: «Autopista Merritt, nena», y le recordó que en dos ocasiones anteriores ya había encontrado la casa; pero Mary Jane se limitó a gemir algo en forma ambigua, algo referente a su caja de kleenex, y corrió otra vez hacia su descapotable. Eloise levantó el cuello de su abrigo de pelo de camello, se puso de espaldas al viento y esperó. Mary Jane volvió en seguida, usando un kleenex y todavía con aire de estar preocupada, e incluso angustiada. Eloise dijo alegremente que se había quemado toda la comida —las mollejas, todo—, pero Mary Jane dijo que de todas maneras había comido en el camino. Mientras las dos caminaban hacia la casa, Eloise preguntte; a Mary Jane por qué le habían dado el día libre. Mary Jane dijo que no tenía todo el de;a libre, sino que el señor Weyinburg se había herniado y se había quedado en su casa de Larchmont, y todas las tardes ella debía llevarle la correspondencia y traer alguna que otra carta para despachar. 

Si un alumno de taller empezase un cuento de una forma similar a esta, lo más probable es que yo le dijese: «Has escrito casi una página y no has contado nada relevante». Y es cierto. Salinger no nos cuenta nada relevante. Ni la autopista ni los kleenex ni el abrigo de pelo de camello ni las mollejas ni el señor Weyinburg ni su casa de Larchmont, ni mucho menos su hernia, van a tener la más mínima importancia a lo largo del relato. No se puede detectar ningún hilo narrativo claro, al margen de unas acciones irrelevantes puestas una detrás de otra.

¿Por qué, entonces, nos quedamos prendados al texto y dejamos que nos introduzca en la casa de Eloise, tras esas dos mujeres que no parecen tener ningún atributo especial que las haga atractivas?

Pues no lo sé con exactitud, la verdad, ya digo que me resulta casi imposible analizar este texto, pero a mí la sensación que me da leerlo es que la vida es así. No que la vida esté representada por medio de palabras y personajes para mostrarme un aspecto concreto de aquella. No. No lo siento en absoluto como una representación de la realidad. La percibo directamente. Con desnudez. Sin juicios. Sin manipulación. No hay síntesis. No hay ninguna tendencia. No hay fórmulas mágicas. No hay nadie que me lleve de la mano. Hay lo que hay, y yo tengo que moverme ahí como pueda. El autor vuelca en mí la responsabilidad no de la interpretación, sino justo de la no interpretación. «Asiste a ello sin más —parece decirme—. No trates de encontrar un hilo, no quieras entender, no pretendas agarrar, disfruta de la vida en estado puro». Es una desnudez que ni Raymond Carver, con sus frases cortas y directas, consigue hasta este punto.

En cierto sentido, y aunque la apariencia del relato sea de lo más realista y figurativa, produce el mismo intenso desconcierto no conceptual al lector que un cuadro abstracto.

Si siguiéramos enunciando el texto, la cosa no variaría. Los dos personajes son extraordinariamente nítidos y a la vez parecen desvanecerse en el espacio a cada frase.

[...] Le preguntó a Eloise:
—¿Qué es una hernia, exactamente? 

Eloise dejó caer el cigarrillo sobre la nieve sucia y dijo que en realidad no lo sabía, pero que Mary Jane no tenía que preocuparse por la posibilidad de herniarse, no era contagioso. Mary Jane dijo: «Oh», y las dos chicas entraron en la casa. 

«Oh» no parece una expresión muy interesante para atraer la atención del lector. Y es que esta narración no interesará en absoluto al lector que no desista de encontrar una significación, un hilo narrativo o una trama concreta, que no sea capaz de relajarse y asistir al espectáculo sin más. En el caso de que no seamos capaces de renunciar a la intelectualización, nos pondremos tan nerviosos que cerraremos el libro y lo lanzaremos contra la pared más cercana. El naturalismo es tan desmedido que casi duele físicamente.

Y es que la trama está hasta tal punto escondida entre los pliegues de una charla intrascendente entre dos personajes intrascendentes que no nos la encontraremos —de lleno, brutalmente— hasta que no hayamos desistido de buscarla. No nos va la vida precisamente en que «esa como-se-llame» hubiese jurado por todos los santos que otra como-se-llame era rubia o pelirroja. En el fondo, estamos deseando que Mary Jane se marche de una vez (¿acaso no tiene tanta prisa?) para ver si pasa algo en el relato digno de contarse. 

De modo que, entre tanta información irrelevante, cuando Eloise se marcha a la cocina a preparar dos copas más, Mary Jane mira por la ventana, luego corre la cortina y regresa al sillón azul, «pasando entre dos bibliotecas repletas de libros sin dignarse mirar ninguno de los títulos» no se nos pasa por la cabeza que acabemos de recibir una porción de información relevante para la trama. 

Si a estas alturas nos hemos conseguido relajar, eso sí, asistiremos con un deleite exquisito a la siguiente escena: 

Eloise, con un vaso lleno en cada mano, se detuvo de pronto. Extendió los dos dedos índices a modo de revólver y dijo:
—¡Que nadie se mueva! Tengo rodeado todo este maldito lugar. 

Un gesto absurdo, inesperado, algo cómico, que apunta —sin que nos demos cuenta, porque además solo lo disfrutaremos si no nos damos cuenta— a que el personaje de Eloise no es tan plano como aparenta.

A partir de aquí, como si el gesto de Eloise imitando a un sheriff hubiese sido la señal, se nos irán lanzando ráfagas de significación enmarañadas en una conversación por lo demás banal que van distanciando poco a poco a los dos personajes, dejando a Mary Jane en el punto de partida de su propia ignorancia y estupidez, mientras a Eloise se la va poniendo en otro plano más lúcido, más duro, más sórdido, más sarcástico, más cortante: en el de una mujer amargada encerrada en su soledad y consciente de su propia desgracia, la de haber tirado su vida a la basura y saber que todas las salidas están cortadas, con un marido al que considera un estúpido inculto por el que se dejó engatusar, con una hija miope y solitaria en la que ve reflejada, como en un espejo, su propia frustración e incapacidad para ser feliz, para darse amor y dar amor a los demás. Una mujer cuyo único amor verdadero, aquel con quien compartía afinidad, ingenio, inteligencia y sentido del humor, aquel que llamó «tío Wiggily» a su tobillo y que era el único soldado que ascendía en sentido inverso, murió manipulando una cocinita japonesa. 

Dicho así, podría ser el argumento de una trágica novela romántica. Y sin embargo, todo esto se nos presenta envuelto hasta tal punto en el espectáculo directo de la vida tal cual es, en una conversación de dos amigas borrachas, que para cuando queremos darnos cuenta de lo que se nos está diciendo ya hemos vivenciado directamente —sin pasarlos por el filtro de los conceptos— la emoción, la devastadora soledad, el horror de la muerte, las heridas sin curar, la incomprensión de quienes rodean a Eloise (incluyendo a su amiga, que se aúna con su marido en el bando de la estupidez supina), la crueldad provocada por la amargura y volcada sobre la niña —otra víctima inocente de la cocinita japonesa—, que ha de proveerse de amigos invisibles con espada a los que aplastan los coches. 

Y así, blandos, vulnerables, sin que sepamos muy bien de dónde viene nuestra intranquilidad, nuestra angustia, con un nudo en el estómago, desembocamos en la escena final, en la que la trama sale a flote casi al mismo nivel que la acción y nos estampa el último puñetazo de impotencia: 

Encendió la luz en la habitación de Ramona y se apoyó en el interruptor como para no caerse. Se quedó un instante quieta observando a Ramona. Después soltó el interruptor y se dirigió rápidamente a la cama.
—Ramona. Despiértate, despiértate. 

Ramona dormía apaciblemente a un lado, con la nalga derecha sobresaliendo del borde de la cama. Sus gafas estaban sobre la mesita de noche, con el Pato Donald, cuidadosamente plegadas, con las patillas hacia abajo.
—¡Ramona! 

La niña se despertó con un profundo suspiro. Sus ojos se abrieron pero se entrecerraron en seguida.
—¿Mami?
—¿No me dijiste que a Jimmy Jimmereeno lo aplastó un coche y lo mató?
—¿Cómo?
—Me has oído perfectamente —dijo Eloise—. ¿Por qué duermes tan al borde?
—Porque... —dijo Ramona.
—¿Por qué? Ramona, mira que no tengo ganas de...
—Porque no quiero hacer daño a Mickey.
—¿A quién?
—A Mickey —dijo Ramona, frotándose la nariz—. Mickey Meckeranno. 

La voz de Eloise se transformó en un chillido.
—Ponte en el centro de la cama. Ahora mismo. 

Ramona, muy asustada, se contentó con mirar a Eloise.
—Está bien. 

Eloise cogió a Ramona por los tobillos y la llevó al medio de la cama. Ramona no forcejeó ni lloró; se dejó arrastrar pasivamente. 
—Ahora, a dormir —dijo Eloise, respirando agitada—. Cierra los ojos... ¿Me oyes? Ciérralos. 

Ramona cerró los ojos. 

Eloise llegó hasta el interruptor y apagó la luz. Pero se quedó mucho tiempo de pie en el marco de la puerta. Después, bruscamente, corrió en la oscuridad hasta la mesita de noche; se golpeó la rodilla contra la pata de la cama, pero estaba demasiado decidida como para sentir dolor. Cogió las gafas de Ramona y, sosteniéndolas con ambas manos, las apretó contra su mejilla. Las lágrimas le rodaban por la cara, mojando los cristales.
—Pobre tío Wiggily —repitió varias veces. Por último, volvió a dejar las gafas en la mesita de noche, con los cristales hacia abajo. 

Se inclinó, perdiendo el equilibrio, y empezó a acomodar las mantas de la cama de Ramona. Ramona estaba ahora despierta. Lloraba y se notaba que ya había estado llorando. Eloise le dio un beso húmedo en la boca, le retiró el pelo de los ojos y salió de la habitación. 

Bajó la escalera, ahora tropezando unas cuantas veces, y despertó a Mary Jane. 
—¿Qué pasa? ¿Quién? ¿Eh? —dijo Mary Jane, incorporándose de repente en el sofá.
—Mary Jane. Escúchame, por favor —dijo Eloise, llorando—. ¿Te acuerdas de nuestro primer año y de que yo tenía ese vestido marrón y amarillo que había comprado en Boise, y que Miriam Ball me dijo que en Nueva York nadie usaba vestidos como ésos, y yo lloré toda la noche? —Eloise sacudió el brazo de Mary Jane—. Yo era una buena chica —suplicó—. ¿No es cierto? 

Es un relato emocionalmente devastador. No lo parece, por la naturalidad con la que se desenvuelve. Pero lo es. Como la mejor música, llega al espíritu sin pasar ni una sola vez por la cabeza. Imposible de analizar. Inimitable. Perfecto, como los otros ocho cuentos.

2 comentarios

Joan -

hola, te escribo desde argentina...me gustó muhco tu análisis del "tio wiggily"...estoy un poco perdido con " en el bote"...aLGUNA PISTA? que representan las llaves? besoo

joana -

Querida Isabel,
Sigo con interés tus comentarios sobre Ian McEwann y Salinger y, aún a riesgo de equivocarme, quiero decirte lo siguiente:
Chesil Beach: Me parece que has realizado un comentario técnicamente muy brillante y lleno de sugerencias para quien, como yo, escribe.
No quiero tampoco dejar de destacar tu sensibilidad ante el hecho literario que, aunque pueda parecer una obviedad, no todos los críticos tienen.
Respecto a Salinger, se me ocurre que, quizá, el análisis no pueda ir más allá porque no hay aportaciones que puedas enseñar a tus alumnos -muy bien dices que a cualquier alumno le reprocharias el comienzo del cuento-.
Yo creo que Salinger, como otros americanos, tiene una voz especial que constituye su estilo, y su estilo no es otra cosa que su forma de ver el mundo, por tanto, algo personal e intrasferible de lo que sólo se puede gozar, pero no aprender ni tampoco enseñar. Si acaso, se puede tomar ejemplo e intentar buscar, cultivar esa voz, esa mirada propia que, quizá, con paciencia y trabajo se desvele algún día.
Saludos. Joana