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En algún momento tenía que decírtelo

Escritura Creativa

La importancia de la interacción

El uso de varios personajes en una historia posibilita un avance rápido de la trama, ya que es más fácil trazar un arco en el protagonista si se relaciona con personas y circunstancias exteriores a él (estos funcionan a modo de espejo y le hacen reaccionar en un sentido u otro) que si se fía su avance a la deriva de su propia mente y de los pensamientos, que por sí mismos suelen funcionar de forma circular y acaban estancándose.

Al servicio de los hechos

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, CI]

Los personajes de cuento han de estar al servicio de unos hechos y un argumento, y no al revés (como en la novela). El personaje nos puede servir de punto de partida... siempre que sus rasgos nos sugieran un intenso conflicto que resolver a través de una serie de hechos que habremos de inventarnos. Y todo está unido: esos hechos son, de hecho, los que configurarán al personaje en mayor medida y le harán evolucionar, así que no hay que descuidarlos.

Los protagonistas pasivos

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, C]

Los protagonistas se suelen forjar su propio destino en la narrativa. Eso no quiere decir que las circunstancias no actúen sobre ellos, pero ellos, a su vez, reaccionan y toman decisiones con respecto a dichas circunstancias.

Los protagonistas pasivos funcionan mal narrativamente hablando, porque una de las características del personaje es el conflicto y la lucha. Los personajes son luchadores por excelencia. Persiguen algo y se ven en dificultades para alcanzarlo. Se podría escribir un tratado sobre el libre albedrío del personaje.

Puede que el cambio tenga un detonante en el exterior (de hecho, más vale que sea así), pero la elección final es cosa del personaje. Por decirlo de otra forma, el protagonista es responsable de sus actos, y si al final resulta que la responsabilidad de lo ocurrido se desvía hacia otros, es como si el protagonismo de la historia también basculara.

Lo real en la literatura

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XCIX]

Cuando basamos un relato en alguna evocación de nuestra infancia, tenemos que superar los siguientes obstáculos:

  • Parece que nos cuesta introducir elementos que intensifiquen el conflicto y el cambio porque, en contraste con lo que ocurrió (o con nuestra interpretación posterior), nos parecen exagerados o fuera de lugar. Por tanto, tendemos a perdernos en detalles que pueden ser verídicos, pero no son relevantes para la narración.
  • También se puede apreciar la dificultad para acercar la voz de nuestro narrador al protagonista-niño; nos aferramos muchas veces al adulto que evoca lo que ocurrió, que no suele importar mucho para la trama, y al lector le da la impresión de que el niño fuese demasiado maduro y analítico desde el principio, lo que difumina el conflicto y el cambio.
  • Por último hay que estar convencido de que lo que uno cuenta es importante. Al menos lo fue para el niño que lo vivió. O al menos lo ha de ser para el personaje de nuestro relato (se parezca más o menos al niño que realmente lo vivió). En este punto uno se juega la trascendencia del texto; la indiferencia o el escepticismo no son una buena postura narrativa para este tipo de relatos.

Aunque al alejarnos de estas tendencias tengamos la fuerte impresión de desviarnos de la realidad, ocurre todo lo contrario, porque lo real, en la literatura, tiene que ver con la unidad de sentido, la intensidad y el contraste.

La función del protagonista

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XCVIII]

El protagonista sirve para que el lector se identifique con él y se deje guiar a lo largo de los acontecimientos.

Puede haber otros personajes, por supuesto, pero sus roles han de ir, de algún modo, unidos al del protagonista para propiciar un cambio y conformar un sentido final. También hay relatos corales en que no hay un protagonista concreto y se alude a un grupo de personas, pero todos los personajes han de estar unidos, igualmente, por un hilo de acción común.

Si cada uno va a su aire, y su coincidencia dentro de la historia es meramente circunstancial, el lector no sabe cómo ni en base a qué interpretar lo que les ocurre, por lo que el hilo de la trama se pierde y las acciones resultan superfluas: son esas como podrían haber sido otras.

Versatilidad de narradores

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XCVII]

Es aconsejable aprender a manejarse con todo tipo de narradores, porque no hay ninguno mejor que otro y todos tienen una clara utilidad narrativa. Y también porque a veces la tendencia a un tipo determinado de narrador encubre prejuicios o malentendidos sobre lo que es literario o no.

Por ejemplo, la visibilidad no ha de decaer porque usemos un narrador testigo o protagonista en lugar de un narrador cámara. No se trata tanto de escribir de forma cinematográfica (aunque qué duda cabe de que el cine ha influido y sigue influyendo muchísimo —queramos o no— en la literatura actual) sino de trasladar la historia por medio de acciones y elementos que hagan al lector representársela de una forma vívida, y no de pensamientos, reflexiones, explicaciones o de sentimientos explícitos.

Pero esto ya lo hacían Dostoievsky, Flaubert o Chéjov, o sea que no es algo nuevo sino intrínseco a la buena literatura.

Por otra parte, se pueden mezclar dos o más tipos de narradores en un relato, pero ha de haber una razón narrativa muy poderosa para hacerlo. Partimos de la base de que un cambio de narrador va a desconcertar bastante al lector, pues implica un cambio de mirada sobre los hechos y en muchas ocasiones afecta también a la voz, al mismo discurso.

Por ejemplo, y siguiendo con lo de antes, el hecho de hacer más o menos visibles los hechos no se trataría de una razón narrativa, ligada a la trama del relato, sino que responde a cuestiones técnicas ajenas al lector. Es decir, la visibilidad no tiene mucho que ver con el tipo de narrador. Otra cosa es que a uno le facilite la tarea de visibilizar los hechos el uso de un narrador cámara. Pero el objetivo es que los hechos sean visibles con cualquier narrador que uno elija, y que este se escoja en función de la trama.

Los indicios

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XCVI]

Pregunta:

¿Cómo damos indicios en nuestros relatos sin que la historia se haga previsible? 

Respuesta:

Los indicios serían acciones, hechos o elementos concretos que señalan a la trama, y diseminarlos por la narración sin que lo que va a suceder se haga demasiado evidente supone un equilibrio interesante. Se me ocurren algunos trucos recurrentes en la literatura:

  • Introducirlos desde el mismo comienzo como algo consustancial al paisaje o a los hechos que estamos narrando. Es decir, si desde el comienzo se introducen malos olores (el tabaco, el estiércol, etc.) y de pronto aparece un olor extraño, quizá no se haga demasiado evidente que pertenece al cadáver que hay escondido en el arcón, pero a la vez señala a lo que sucederá a continuación.
  • Usar varios hilos (microtramas) de significación en el relato. Por ejemplo, en el relato «Para Esmé, con amor y sordidez», de Salinger, tenemos varios hilos que seguir: el asunto de las cartas, el asunto de la guerra, el asunto de la relación con Esmé, el asunto de la relación entre el prota y Clay... Esto hace que los indicios estén más camuflados. Por ejemplo, el reloj aparece varias veces en la conversación con Esmé, pero como hay más cosas de las que estar pendientes, los lectores no deducen tan rápidamente (ni siquiera en la segunda parte) que necesariamente ella se lo enviará al frente.
  • Despistar al lector con otra cosa una vez que se ha introducido el indicio. Por ejemplo, en el cuento de Salinger, cuando se habla de los paquetes y cartas que están sobre el escritorio del protagonista y, antes de que al lector se le ocurra pensar que uno de ellos ha de estar enviado forzosamente por Esmé, se nos despista con el libro de Goebbels y la cita de Dostoievsky. Buen truco, ¿no?
  • Si el argumento está bien tramado y los personajes vivos, el lector estará pendiente de lo que ocurre en el presente narrativo, al que podrá incorporar cada elemento que aparece, y aunque sienta una curiosidad general por lo que va a ocurrir a continuación, no se detendrá a realizar demasiadas especulaciones. Así que mantener la narración viva y significativa en cada momento es la mejor garantía de que los indicios no proyecten la mente del lector hacia el futuro. 

Estas son las cosas que se me ocurren. Pero podéis plantearos muchas más, seguro.

Lo que se dice y lo que no se dice

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XCV]

No es fácil estar atentos a la vez al detalle y al conjunto. De hecho, el verdadero dominio de la técnica consiste en eso, en poder tener una visión de conjunto sin descuidar el mínimo detalle de forma simultánea. Pero para llegar a ello no queda más remedio que ir poniendo la atención primero aquí, luego allá... lo que conllevará por necesidad que haya otras cuestiones que se descuiden. Poco a poco, como los malabaristas, lograremos tener cada vez más pelotas en el aire, y en unos cuantos años o lustritos de nada, lo haremos con antorchas.

Pero, de momento, lo que no tiene mucho sentido es, por ejemplo, experimentar con la teoría del iceberg cuando aún nos flaquea la estructura clásica de introducción, nudo y desenlace. Quizá antes de trabajar con lo que no se ve, haya que aprender mostrar con eficacia. Cuando uno tiene ya bien dominado el asunto de la acción y de la trama (cómo transmitir a través de una línea de acción una línea subterránea de significado que atraviese el relato), entonces puede comenzar el juego de ocultar elementos importantes que el lector pueda deducir. 

Pero hay que tener en cuenta que, si se quiere contar algo de forma omitida, no se ha de ocultar sin más (eso supondría interrumpir la narración de la historia). Hay que darle al lector algo a cambio, y eso que se le dé a cambio es lo que ha de señalar hacia el hueco, hacia aquello que no se dice, hacia aquello que está omitido. Hay muchos buenos relatos en que lo que se dice en la historia es lo de menos, y pesa mucho más lo que no se dice. Pero el lector no podría llegar a lo segundo sin lo primero.

Hay veces que en un texto lo más importante de la historia se ha ocultado ex profeso, pero lo que se nos da a cambio no es suficiente para iluminarlo, para darle vida, intensidad. En esos casos, suelo recomendar al autor o a la autora que se olvide de la teoría del iceberg y, simplemente, nos «muestre» la historia. 

Entonces suele salir a la luz que si no lo había hecho así era porque pensaba que, si se ponía a contarlo «todo», aburriría al lector. Y esto suele provenir de la confusión entre «explicar» y «mostrar». Siempre que mostremos las acciones de los personajes apuntando a un conflicto y una trama interesantes, el lector no se aburrirá, porque le daremos la opción de introducirse en la historia y vivirla, en lugar de inducirlo a que se dé por enterado mediante una serie de datos de segunda mano y «explicarle» cómo los tiene que entender.

En definitiva: «vísteme despacio, que tengo prisa». Si tenemos problemas para «mostrar» nuestras historias, lo mejor es que estos salgan a la luz cuanto antes para poder solventarlos, en lugar de escudarnos en formas de narrar más avanzadas o sofisticadas a las que aún no podemos dar alcance.

Ese lector externo que todo escritor ha de llevar dentro

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XCIV]

Aprender a narrar es ir descubriendo que entre lo que uno tiene en la cabeza, lo que aparece en el papel y lo que interpreta el lector no ha de haber de entrada apenas similitudes. Que las similitudes, por decirlo de algún modo, hay que sudarlas, y eso es precisamente aprender a narrar. 

Lo primero que hemos de hacer, pues, es captar esa distancia entre lo que queríamos contar, lo que hemos contado y lo que le llega al lector. La primera reacción será echarle la culpa de ella al lector, por inepto, y recomendarle una relectura más pausada. Una vez superada esa etapa, puede que en la fase de revisión nos podamos identificar más con ese lector de fuera. Así, poco a poco el lector «ajeno» se va convirtiendo en una segunda piel, y mientras escribimos no solo estamos dentro de los personajes, sino identificados con alguien que está leyendo aquello por primera vez con mirada inocente.

Es un proceso largo que no se puede forzar. Lo mejor es tomárselo con calma y aprender de los comentarios de los demás, que serán los que nos señalarán esa distancia que hemos de ir acortando poquito a poco.

Pensad que si fuera tan sencillo mostrar las tramas sin explicarlas, de un modo sutil, gradual, y a la vez visual y claro, todos seríamos unos maravillosos escritores, y a eso le otorgaríamos el mismo mérito que a saber hacer una tortilla a la francesa.

Aprender a aprender

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XCIII]

Por una parte está genial que quien está aprendiendo a escribir se deje llevar en cada momento por lo que le sale de las tripas, porque también es la única forma de que salga a la luz todo su potencial, su mirada particular, elementos originales y únicos del inconsciente, de que vaya profundizando en temas que en verdad le importen, etc. Siempre insisto a mis alumnos en que no anden pensando en la técnica mientras escriben. Es buenísimo que se dejen llevar por la intuición.

Por otra parte, la intuición va pasando de estar muy embrutecida (por ejemplo, a mucha gente la intuición le dicta al principio que ha de escribir con frases hechas, en abstracto, con un lenguaje formal o con uno prestado de los autores del s. XIX) a ser cada vez más fina.

La finura en la intuición no proviene sino de ir asimilando la técnica, haciéndola propia. Y eso proviene, a su vez, del progresivo reconocimiento de los errores o las debilidades. Por eso hay que revisar (en los relatos sucesivos y también en el mismo texto) el producto resultante, aprender a cribar y separar las pepitas de oro del lodo.

Como profesora, soy la mosca cojonera (con perdón) que pongo en cuestión (con un punto de vista externo a los estudiantes) muchas de sus opciones (conscientes o inconscientes). Y es recomendable que luego cuestionen, a su vez, cada uno de mis comentarios. 

En el aprendizaje la fe ciega no sirve de nada. Está bien cierta confianza previa en el profesor, porque si uno desconfía de cada una de sus palabras, será incapaz de extraer ningún aprendizaje de ellas. Pero no ha de ser una confianza ciega. Se trata de percibir el autoengaño a través del espejo en el que se convierte el profesor. Por eso si no se pone en cuestión lo que él dice, tampoco se aprenderá mucho. 

Al final, en la escritura, uno está solo consigo mismo, y uno mismo habrá de tomar la decisión final (y eso incluye hacer o no hacer caso de cada uno de los puntos que marca el profesor).

A veces yo —en mi subjetividad lectora— me invento la mitad de la historia que leo (quizá porque la que quería contar el autor no está lo suficientemente clara), y no creo que fuese bueno que el estudiante se volcase en escribir la historia que yo quiero leer o la que yo habría escrito en torno a su idea inicial. 

Simplemente, a través de mis sugerencias, habrá de ir al fondo de la cuestión, a los puntos en los que quizá yo me he desviado de la interpretación que él buscaba por una excesiva indefinición del texto, y afianzarlos.

Aprender a aprender es quizá la clave del aprendizaje.

Y valga la redundancia.

Cuestión de prioridades

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XCII]

Pregunta:

De todos los recursos narrativos que componen un relato: ¿Cuál de ellos tiene más peso y cuál menos? Es decir, ¿hay algún recurso narrativo que pueda fallar más que otro sin que afecte al relato o han de funcionar todos para tener un relato redondo? 

Respuesta:

Una buena pregunta, y difícil de contestar, porque plantea una paradoja. Preguntas si han de funcionar todos los recursos narrativos por un igual para tener un relato redondo. A eso yo contestaría que sí. Y es que esto de los recursos narrativos es algo que nos hemos inventado los profesores y los teóricos para poder mostrar los diferentes prismas desde los que se puede observar un texto literario. Pero el texto literario no deja de ser una unidad (no está fragmentado de por sí), un engranaje sincronizado, de modo que cualquier pieza afecta al resto. Es por esto que si falla algo (por mínimo que sea) afecta al conjunto y el relato en sí pierde fuerza.

Ahora bien, a la pregunta de si hay recursos narrativos que tienen más peso que otros, también te contestaría que sí (y he aquí la paradoja). Porque, sin que lo anterior pierda validez, también es cierto que a la hora de aprender (y enseñar) no nos queda más remedio que avanzar por etapas (tratando de no perder la idea de conjunto y unidad, eso sí). Y en ese avance hay cuestiones más importantes que otras. Por ejemplo, yo siempre digo que lo primero que hay que solventar son los problemas de redacción y estilo. Si alguien no tiene la suficiente intimidad con el lenguaje como para hacerlo suyo, es inútil ahondar en otros temas técnicos. Y es que si el discurso suena falso, artificial, frío o distante, por más que la historia sea original y la acción discurra eficazmente, el lector no pasará a ese segundo plano, se quedará enganchado en las palabras (mal usadas) y no se creerá nada de lo que le cuenten.

Una vez solventado el tema del estilo y la naturalidad, ya se puede pasar a otro nivel, y dentro de este nivel, también habría cierta gradación de importancia: la voz y la focalización narrativa, el tratamiento del tema, las coordenadas del relato (acción, tiempo, conflicto, cambio, etc.), la visibilidad, la composición (uso de las unidades narrativas: escena, resumen, elipsis, etc.), la construcción de los personajes, etc.

Estos serían los temas básicos, y luego ya se podría entrar en capas cada vez más sutiles (la construcción de la escena, la metáfora de situación, la doble historia, el uso del humor, etc.). Pero vamos, esta gradación no es tajante, y depende mucho de cada relato en particular, porque siempre volvemos a lo mismo, al tema de la unidad de sentido que es un texto literario y a que todo ha de estar integrado.

Lo que yo os recomiendo (tratando de trascender un poquito la paradoja) es que centréis en cada entrega la atención en el tema correspondiente y a la vez no perdáis la panorámica de todo lo visto con anterioridad, de manera que vayáis asimilando los recursos técnicos de una forma gradual pero integrada.

Frases hechas

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XCI]

Pregunta: 

¿Cómo hacer, en el caso de que un personaje hable con frases hechas o tópicos, para que no parezca que son del autor?

Respuesta:

Si estas frases aparecen en estilo directo y son congruentes con una forma de ser tópica del personaje (o si la trama señala a eso, vamos), encajarán en la historia, la enriquecerán en vez de empobrecerla.

No obstante, si se trata de un narrador protagonista, hay que tener cuidado con la doble función que cumplen este tipo de narradores: cuando está desempeñando la función de narrador, o sea, exponiendo los hechos, más vale que no use frases hechas (por ejemplo, «removí cielo y tierra para...» o «la busqué hasta debajo de las piedras»), ya que dichas expresiones empobrecerían la representación en la mente del lector de lo que está sucediendo.

Pero en las ocasiones en que salga a la luz el personaje con su visión del mundo, incluso si no es en estilo directo, cabría la posibilidad de usar frases hechas, como una característica más de su forma de expresarse. Por ejemplo, el narrador protagonista podría decir: «Se iba a enterar cuando me llamara. Era más terca que una mula».

En general no es que esté prohibido el uso de tópicos y frases hechas, sino que se suele prevenir su uso cuando lo que hacen es eludir la búsqueda de enunciados más expresivos, personales y acordes con el relato concreto que estamos escribiendo.

El estilo directo

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XC]

A veces se me plantean dudas al comentar un relato en que el habla de los personajes se intrega en el fluir de la narración, y no se marca con guiones de diálogo. Es cierto que muchas veces el ritmo del discurso se ve beneficiado. Pero, por otra parte, se dificulta el entendimiento del lector. Puede que compense, pero también puede ser que se use este formato en cierta medida para eludir el diálogo. Al principio nuestra intuición está mezclada con evasión, y lo que nos surge espontáneamente es justo lo que tenemos que revisar con más atención.

Por otro lado, está bien ser consciente de las ventajas y desventajas que tiene poner el diálogo de esta forma o de otros modos no convencionales. Antes de romper con las normas de estilo literarias, hay que saber las razones por las que se han instituido en convenciones, y calibrar los efectos que la ruptura provocará en el lector. Todos sabemos que hay autores (buenísimos autores) que no se adhieren a las convenciones con respecto al estilo directo; en todos ellos, sin embargo, hay una conciencia implícita de ello y, a la vez que dificultan la tarea al lector, realzan otros valores: consiguen, de alguna forma, que compense.

Por ejemplo, la forma en que Vargas Llosa expone la trama en Conversaciones en la catedral implica que el lector ha de esforzarse en reconocer las voces, en ir desentrañando todo ese elenco de personajes que hablan y hablan y hablan, como si fuese una suerte de rompecabezas. O Saramago, que crea sus propias normas a este respecto; en el fluir del habla de sus personajes no hay guiones y tampoco hay puntos, pero cuando cambia el interlocutor se pone la primera palabra en mayúscula (así, el lector sabe que está hablando otro personaje). Cortázar también es especialista en retruécanos dialógicos, pero se apoya en las diferencias entre las diversas voces, y el batiburrillo mismo es consustancial a sus tramas.

Personalmente, considero que didácticamente es conveniente aprender a usar las herramientas narrativas de un modo convencional o normativo; una vez logrado esto, uno adquiere suficiente conciencia con respecto a ese lector externo que todos hemos de llevar dentro como para jugar con las rupturas y con las compensaciones, y con vías sustitutorias para no marear al lector sin sentido.

Aunque el diálogo rítmicamente encaje en el hilo discursivo, si el lector se lía con las voces, si no hay marcas fijas que señalen cuando termina de hablar un personaje y empieza a hablar el otro, si las voces no están lo suficientemente diferenciadas, si se elude el habla de los personajes en buena parte de la narración, así como las acotaciones significativas... puede que nos tengamos que plantear que aún no ha llegado el momento de jugar a romper las convenciones con respecto al estilo directo.

La temporalidad en el relato y en la novela

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, LXXXIX]

Os recomiendo que, en los relatos breves, no plasméis periodos de tiempo demasiado extensos. Si me apuráis, procurad no pasar de unos meses. Y si veis en vosotros tendencia a extender demasiado las historias en el tiempo, restringíos más todavía. Tratad de escribir relatos que transcurran en un día, o en unas horas. 

Si pretendemos contar toda una vida en dos folios, habremos de recurrir necesariamente al resumen para hacerlo, lo que implica una visión de los hechos muy somera y muy parcial, en función de los detalles que elija el narrador. Y los relatos se construyen principalmente con escenas, en que podemos ver cómo los personajes se mueven, qué dicen, cuáles son sus reacciones ante lo que hacen o dicen los demás, si les gusta el café con poca leche y la forma que tienen de encenderse el cigarrillo. 

No todas las historias que abarcan una temporalidad extensa han de ser escritas en forma de novela, pero habría que buscar una fórmula narrativa que nos permita mostrar la historia sin tener que explicarla. Esa es la dificultad con la que nos encontramos, más que la del tiempo propiamente dicho. Podemos usar recursos poéticos, símbolos, la voz narrativa, etc. para contar en muy poco espacio una historia de temporalidad amplia, pero hay que ser muy buen escritor.

Por otra parte, los argumentos de novela no son solo aquellos en los que transcurre mucho tiempo, sino en que la progresión del conflicto es larga y gradual. Si para entender el conflicto de un personaje que tiene sesenta años necesitamos recorrer su vida desde los veinte e ir experimentando sus sucesivas etapas vitales... entonces lo más posible es que nos encontremos ante un argumento de novela.

El avance de la trama

[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, LXXXVIII]

No basta anunciar en el primer párrafo del relato lo que se desvelará al final; hay que desarrollar la trama y el conflicto (y, por tanto, el tema) a lo largo de todo el texto y sin interrupción.

El relato breve implica un aprovechamiento integral de los recursos. Introducir una acción o una secuencia o a un personaje por capricho o estética o como simple interludio significa desaprovechar los recursos, y suele señalar a un estancamiento de la trama, de modo que se corre el riesgo de que el lector deje de prestar atención, se disperse, se evada.

Los escritores de relato y novela estamos, en este sentido, muy mal acostumbrados. Por ejemplo, un guionista se cuida muchísimo de introducir cualquier secuencia en la que estrictamente no ocurra nada, o sea, en la que la trama no avance. ¿Por qué? Porque cuesta miles y miles de euros rodar cada secuencia, contratar a una serie de actores, pagarles un día de rodaje, etc.

Creo que, como escritores de relato breve, deberíamos tener una mentalidad parecida. Imaginad que cada personaje, escena o pasaje le costase miles de euros a la editorial (o lo tuvieseis que poner de vuestro propio bolsillo), y decidid luego si incluirlo o no.

Hermanas siamesas

(Discurso de presentación de Curso de narrativa. La técnica y el arte, de Ángeles Lorenzo. Domingo, 16 de diciembre de 2012)

Desde que Nines y yo nos conocimos en la universidad de Filología, me he sentido más vinculada a ella que —diría yo— a algunos de mis familiares cercanos, y sin que lo hayamos pretendido en ningún momento, nuestras vidas han estado tan indisociablemente unidas como las de dos hermanas siamesas. Quizá por eso me resulta tan difícil realizar esta presentación.

Lo primero que recuerdo de ella es que era la única que me dejaba los apuntes en la universidad y que tenía una letra completamente ilegible —y la sigue teniendo—. Yo apenas iba a clase porque trabajaba y además porque siempre me deprimió bastante la universidad. Así que puedo decir que gracias a Nines me hice experta en jeroglíficos y también gracias a ella conseguí concluir aquella concatenación de asignaturas muy literarias todas pero que nada tenían que ver con lo que yo entendía por literatura, algo que vivía mucho más de cerca en el taller literario en el que trabajaba.

Porque por aquel tiempo yo trabajaba en el taller literario a distancia Fuentetaja a las órdenes de mi hermano, y en el verano del 95 Nines comenzó a trabajar con nosotros, ya que empezábamos a no dar abasto. En aquella época «a distancia» significaba «por correo postal», y realmente aquello se parecía más a una sucursal de correos que a una oficina. Abrir y cerrar sobres es de las acciones que más hemos repetido en nuestra vida Nines y yo, aparte de tropezarnos siempre en la misma piedra. Menos mal que ahora está Internet y que la piedra la tenemos más pulida que un papel de fumar... 

Recuerdo que por aquel entonces yo era —puede que lo siga siendo— una especie de erizo autista que se relacionaba con el mundo con suma dificultad, dejándose los pinchos y de paso parte de la piel allá por donde pasaba. Nines y yo trabájabamos en habitaciones contiguas de la oficina, que en realidad era la casa de mi hermano en Lavapiés, o sea que Nines trabajaba en el salón y yo en el dormitorio, y a veces para coger el teléfono teníamos que sortear el tendedero con los calzoncillos de mi hermano tendidos. El caso es que yo en lugar de dialogar, me solía comunicar con ella por medio de post its de color fucsia que dejaba pegados en su escritorio. Quizá lo primero que tengo que agradecerle a Nines (aparte de que me dejase los apuntes en la universidad) es que aceptase con estoicismo mi torpísima forma de relacionarme con los seres humanos.

El caso es que estamos en el verano del 95 (hace la friolera de dieciocho años) y Nines es la chica para todo del Taller literario Fuentetaja. Va a Correos, hace fotocopias, coge el teléfono, abre y cierra sobres, clasifica las fichas de inscripción..., aunque en pocos meses, en enero del 96, ya empieza a dar clases a distancia, simultaneándolo con lo de abrir y cerrar sobres y también con meterse de cabeza en un Doctorado en Literatura Hispanoamericana y en una tesis sobre los relatos de César Vallejo que la traerá de cabeza unos cuantos años, hasta que se dé cuenta (gracias también a lo que va aprendiendo como profesora de Escritura Creativa) de que Vallejo es tan pésimo cuentista como magnífico poeta, y que no merece la pena realizar una tesis entera para confirmar su nulidad como narrador. 

A partir de ahí hay unos años un poco turbios, para Nines y también, casualmente, para mí, su hermana siamesa. Mi padre murió en agosto del 97 y yo abandoné el taller de mi hermano a finales de ese año de una forma de lo más traumática y catártica. A Nines no se le murió el padre, pero sí su director de tesis, Jesús, alguien muy querido para ella, y poco después se separó de su marido y comenzó a trabajar como autónoma. De alguna forma, las dos nos independizamos por primera vez, cada una a su manera. Digo por primera vez porque la vida de ambas ha sido una perpetua Guerra de la Independencia.

Corría pues el año 2000 y Nines trabajaba en casa escribiendo materiales didácticos para el taller Fuentetaja, e impartiendo talleres a distancia en Fuentetaja y también en Escritores.org. Aparte, daba cursos en centros de profesores de Almería, Valencia, etc. También empezó a trabajar con Enrique Páez, a quien ayudó en la confección de su manual Escribir, y también impartió en su taller (en el que yo trabajaba por aquella época, qué casualidad) un curso de literatura experimental, en el que hacía escribir a los alumnos jitanjáforas, grafitis, poemas dadaístas, novelas colectivas, etc. Por si todo esto fuese poco, llevaba en Fuentetaja el servicio de corrección de textos, aceptaba trabajos por encargo (como la coordinación y edición del libro de los alumnos), etc. 

Pero de nuevo se vio metida en demasiadas cosas que no le convencían, y lo único en lo que podía pensar era en independizarse del taller Fuentetaja, de Escritores.org, etc., o sea, independizarse de su anterior independencia, así que decidió montar sus propios talleres, y así se inauguraron los Talleres Literarios Pandora, que tomaron prestado el nombre del precioso Café María Pandora, junto al Viaducto, donde Nines empezó a impartirlos.

Abrió una página web (recuerdo que era toda en tonos morados, ¿verdad?), hizo trípticos, se pateó todo Madrid repartiéndolos, e incluso se inventó un concurso de microrrelatos para promocionar el taller en la feria del Libro. Yo recuerdo que me la encontré por allí, exhausta y llena de la arenilla esa del Retiro que en verano se te pega hasta en las pupilas. Los encuentros con Nines en mi memoria se revelan así. A lo mejor nos tirábamos meses sin vernos o sin hablar y de pronto nos topábamos, nos mirábamos, y al instante surgía el punto de conexión, aquello que nos convertía en siamesas. 

Durante esos años yo me había dedicado a montar y llevar los cursos por Internet del taller de Enrique Páez, y después me había independizado (en lo que fue mi 2ª independencia), ya que Enrique no se quería hacer responsable de la parte de Internet y me pidió que nos separáramos. Así nació la Escuela de Escritores, en el año 2001, que empezó funcionando con muy poquitos grupos a distancia (esta vez "a distancia" significaba "por Internet", afortunadamente), en los que Nines impartía Novela. Como anécdota, uno de sus primeros alumnos de Novela fue Antonio Villalba, el famoso poeta que luego dio nombre al Concurso de Cartas de Amor que se convoca anualmente para el día de San Valentín en la Escuela de Escritores.

El caso es que ese día, el día en que Nines y yo nos encontramos en la Feria del Libro, debía ya correr el año 2003, la Escuela marchaba bastante bien, y estaban a punto de cumplirse los dos años en que yo me había comprometido con Enrique a no abrir talleres presenciales. Así que, al ver a Nines tan arenosa y tan cansada, se me ocurrió proponerle que uniese todo ese esfuerzo ingente que estaba haciendo con sus talleres Pandora al esfuerzo que en la incipiente Escuela de Escritores estábamos haciendo ella misma y otras personas, como Javier Sagarna, Daniel Saavedra, Mariana Torres, otros profesores y yo. 

Recuerdo muy bien la discusión que tuvimos, porque Nines quería conservar a toda costa el nombre de sus talleres, Pandora, y a mí me parecía precioso, pero insistí en que sería contraproducente que los talleres presenciales de la Escuela de Escritores llevaran otro nombre distinto que el de Escuela de Escritores. En realidad, la dificultad de renunciar al nombre supongo que no era más que un símbolo de la desazón que le producía una renuncia mayor, la de abandonar a su bebé recién nacido y con él la libertad de criarlo a su antojo. Es decir, la renuncia a esa Independencia con mayúsculas y posiblemente utópica que ambas nos hemos tirado toda la vida persiguiendo con la lengua fuera.

Nines estaba orgullosa de su bebé pero muy cansada también de tanto esfuerzo solitario, su pequeño taller podía verse beneficiado con mi propuesta, y además le apetecía que volviéramos a trabajar juntas. Así que con todo el dolor de su corazón cerró la página web morada de los talleres Pandora y se reconvirtió en la responsable de lo que a partir de entonces serían los talleres presenciales de la Escuela de Escritores. 

En el primer grupo de Relato que había impartido en el café Pandora, uno de sus alumnos, Miguel Tébar, resultó ser el director de una librería llamada La Librería, sita en la calle Mayor, y esa fue la primera sede de los talleres presenciales de la Escuela de Escritores. Julio Espinosa impartía Poesía, Clara Redondo impartía Redacción y Estilo, y Nines impartía Relato y Novela. Ese año se llegó a tener 40 alumnos.

Aquí no puedo dejar de mencionar a una fiel compañera de Nines que la siguió a lo largo de tres sedes diferentes: una mesa extensible que le proporcionó su cuñado, y que era una especie de infierno con patas. Tenía miles de piezas y herrajes, y Nines tenía que abrirla ella sola cada vez que había clases, tirando con un brazo de cada lado. A día de hoy la conserva en casa, y ni ella ni nadie es capaz de abrirla sin ayuda, lo que viene a ratificar que lo extensible quizá no eran tanto la mesa o sus brazos como el inusitado vigor de Nines en aquel tiempo. 

Cuando la sede de La Librería se quedó pequeña, Nines la trasladó a la calle Olivar, en Lavapiés. Ese año, el 2005, hubo unos 80 alumnos presenciales y unos diez profesores impartiendo clases. Yo estaba embarazadísima de mi primer hijo y la tamaña supuesta independencia que me había buscado siendo empresaria empezaba a pesarme una barbaridad, así que decidí hacer una sociedad limitada para repartir ese dechado de libertad que era la Escuela de Escritores entre varios, en los que Nines estaba —por supuesto— incluida.

Y en el 2006, con mi hijo Elmo de pocos meses, el peso de lo que yo misma había deseado hacer con mi vida acabó de abatirme y decidí abandonar la dirección de la Escuela y cedérsela a Javier Sagarna. Cuando se llevó a cabo el traspaso, los talleres presenciales regentados por Nines dejaron de ser una franquicia y pasaron a integrarse dentro de las actividades de la Escuela como una más. Se cambió la sede a la calle Ventura Rodríguez, y por aquel entonces Nines, como responsable de los cursos presenciales, se dedicaba a organizar, gestionar, hacer cuentas, comprar muebles para las aulas, contratar profesores, etc. Yo, mientras tanto, tenía a mi segundo hijo y me arrastraba como un alma en pena entre la maternidad, la escritura y la frustración. 

Tres años después, en el 2009, la sede se volvió a quedar pequeña y la Escuela se trasladó a la sede actual, en la que nos encontramos. Recuerdo cada traslado principalmente por lo que repercutía en Nines, meses de búsqueda de locales, coordinación, compras, mudanza, etc. A mí me daba cansancio solo mirarla, pero ella en ningún momento perdía el ánimo ni su inmensa vitalidad, al contrario que yo, que la tenía por los suelos.

Este, el 2012, ya es el cuarto año de la Escuela en Francisco de Rojas, y Nines continúa siendo la responsable de los cursos presenciales, la responsable de materiales didáctos y la responsable de publicaciones (del libro anual que se edita con relatos de los alumnos). Asimismo, lleva la logística y el mantenimiento de la sede. A lo largo de estos años ha impartido también cursos de Novela, Proyectos Narrativos, Técnicas Narrativas, Relato Breve, Escritura Creativa, El Gozo de Escribir... Y en el máster imparte la asignatura de Teoría de la Literatura. ¡Ah! Y actualmente tiene abierto un magnífico curso de Relato Largo en el que aún quedan plazas libres.

Y lo que nunca ha dejado de hacer, en estos dieciocho años de carrera laboral en los talleres literarios, ha sido escribir materiales didácticos. Desde que empezó en Fuentetaja con la revisión y confección de los libros de materiales, hasta los temarios de los cursos que iba impartiendo, y las decenas de temas que ha escrito para la Escuela y que se han venido usando en los cursos de relato y de novela, y de los que nos hemos aprovechado y nos seguimos aprovechando todos los profesores que impartimos clase aquí. Así que os puedo asegurar que este libro es un compendiio del rigor y la sabiduría derivados de tantísimos años de enseñanza de la escritura.

Si algún rato puede quedar libre en una vida tan entregada al trabajo como la de Nines, ella lo usa para escribir ficción. Ha escrito muchos relatos breves y ha quedado finalista en un par de premios. Escribió también una novela corta y ahora está escribiendo otra.

Y bueno, lo que se puede decir es que este libro supone para ella, y casualmente también para mí, cómo no, un cambio de etapa. En él están condensados dieciocho años de vida, de esfuerzo, de tesón, de ilusiones, de empuje, de una gran generosidad puestos a disposición de los demás, tanto alumnos como compañeros de trabajo. Cuando me entregó Nines el libro hace unos días, eché un vistazo al índice y me entró una terrible nostalgia y ternura, como si fuese una carta de amor lo que estaba leyendo. Y es que realmente no estoy presentando un libro, sino a una persona; bueno, a dos unidas por el pegamento del amor a su oficio.

Una cosa que siempre me ha parecido curiosa es el vaivén de cargos que nos hemos traído Nines y yo. En la primera época que trabajamos juntas, yo era su jefa y ella era mi empleada. Después nos separamos, pero nuestro poderoso imán nos volvió a juntar como compañeras en el taller de Enrique. Luego fui otra vez su jefa en la Escuela de Escritores y, cuando dejé la dirección para ser una profesora más, ella pasó a ser mi jefa como responsable de los cursos presenciales. Y la verdad es que entre nosotras nunca han tenido mucha importancia esos roles de poder. Arriba y abajo son, supongo, dos conceptos absurdos para dos personas que están unidas por la cintura. Pero lo que me parece más asombroso de todo es que, aun con ese poderoso vínculo, nuestra relación nunca se ha basado en lazos de dependencia, sino de independencia. Siempre hemos sido dos culos de mal asiento con muchas —a veces demasiadas— ganas de cambiar las cosas en nuestra vida y a nuestro alrededor, estemos donde estemos, y solo mirarnos la una a la otra nos reafirma en nuestra postura vital. Yo ya voy por la cuarta o la quinta independencia, y ella también.

Karen Blixen (Maryl Streep) en Memorias de África, cuando después de lograr por fin los favores de Denys Fynch Hatton (Robert Redford), y que a este le dé por marcharse de safari cada dos por tres, dice una gran verdad: «Dios me ha castigado escuchando mis plegarias». En nuestro caso, aún no ha aparecido por nuestra puerta Robert Redford (aunque no perdemos la esperanza, ¿verdad, Nines?), pero lo que sí puedo decir es que hemos sido castigadas una y otra vez con el cumplimiento de casi todos nuestros deseos. Eso nos hace muy fuertes (sabemos que podemos conseguir casi cualquier cosa que nos propongamos) y también muy vulnerables (sabemos que eso no nos servirá de mucho, dado nuestro temperamento).

Pero, sobre todo, estos dieciocho años de vida en común han forjado una amistad indisoluble, una admiración y un agradecimiento mutuos enormes, y el convencimiento de que en la vida hay cosas más importantes que sus vaivenes. Así que bienvenido sea este nuevo salto al vacío de Nines que deja atrás dieciocho años de entrega exclusiva —en cuerpo y alma— al trabajo.

¡Ah! Y el libro. Bueno, pues el libro casi mejor que lo presente Nacho Ferrando, porque a mí me ha dado por hablar de otras cosas, como habéis podido daros cuenta.